Narrativa

Silvia Carradori (desde Italia) nos lee poemas de Daniela Catrileo, del pueblo Mapuche.

Ciclo BOCANADA – Palabras de boca en boca.
Poemas del poemario «Guerra Florida» (2018) de la poeta mapuche Daniela Catrileo. Narradora: Silvia Carradori (desde Italia)
FB: Silvia Carradori
IG de la autora: Daniela Catrileo

Bajo el resplandor 
nuestras pieles 
se iluminaron doradas 
como un ojo de jaguar 
que abre el secreto 
del arcoíris en su pupila
y sucumbe ante el fulgor 
de los signos 

En este pedazo de mundo
siempre se trata de un cometa  

*

Relámpagos
                y su tormenta 
destellos en la oscuridad

La hermosa noche muerta 
arde

y tu piel      tan de humo
en este crepitar de árboles

*

Los astros señalaron la matanza 
como guardianes de nuestro secreto 
pero era tarde y fue niebla 
          quema y naves anunciando aflorar

Al siguiente pestañeo de olas
estelas    brasas desplomadas 
iluminaron el cielo como un rayo 
que demora en ramificar 
la oscuridad perpetua de su bóveda  

Del cielo caían astillas
                       y cenizas 
                       y nuestros cuerpos desnudos 
se fueron vistiendo en las entrañas del océano
irradiando nuestros párpados 
hasta la pregunta       

Ya sabíamos de nosotras
islas desparramadas bajo dioses 
imposibles de nombrar

No future            ¿Y ahora qué? 
Que cada ojo negocie por sí mismo

*
Ensayamos un escenario de griteríos 
para enojar a la montaña 
con máscaras que tapizan 
vestiduras     pieles de fieras panterinas 
y nuestros corazones al centro

Una geografía selvática 
donde entrenamos flechas y coreografías 
para nuestras centinelas

              Después de esto
las noches no fueron más 
que el invento del origen
un manojo de muertes a la intemperie 
y tal vez 
un poco de añejo mezcal 
que nacía del primer árbol

Antes del horror estábamos vivas 
Todas quisimos ser el sol

*

Travestidas 
a punta de peyote 
algunas Mujeres del Este
se inyectan muday 
ante el delirio de ser vencidas

N i ñ a s p u m a           
N i ñ a s c i e r v o 
                   
                    bailando lo que resta de vida

En este amasijo de tierra 
¿qué más se puede hacer? 
Nadie quiere aceptar el final

Mañana volveremos a las ofrendas 
Y yo diré:       
                       este es mi cuerpo
                       esta es mi sangre
                       esta es mi promesa para ustedes

Voy a torcer cuellos enemigos
patear cráneos 
honrar la ficción indecible
que no podremos escribir

Antes de ver sus cabezas apiladas en el campo 
me iré a reventar yanaconas
Esa será mi última fiesta

*

De rodillas ante ti 
Volcán Madre
enciendo el fuego 
y la montaña se ilumina

Empalmo mi frente 
con cal de tu ceniza
trenzo mi cabello
con ramitas de menta
               y repito: 

                Esto soy
una última jugada

Narrativa

«Alunizaje» de Nato Vezzoni en boca de Marilina

Ciclo BOCANADA – Palabras de boca en boca.
Poema «Alunizaje» de Ignacio Vezzoni.
Narradora: Marilina Ferrero
IG: @titina_payasa @ignaciovezzoni

Una muchacha se baja de un automóvil lujoso y entra a un bar luciendo una
diminuta falda con menos tela que una corbata. Los habitantes de las mesas y el mesero
salen del sopor y la ven acercarse con la misma curiosidad que las vecinas espían el
vehículo en marcha que la espera. Ella pide detrás de sus gafas oscuras un atado de
cigarrillos, que claro allí no venden y el mesero sacude y le estira la única marca de
rubios que tiene, ella impasible saca de su bolso blanco un billete excesivo para la
compra, en las mesas un murmullo apagado. El hombre en respuesta saca de una lata un
puñado de billetes y de una cajita de chapa unas monedas, la de mayor valor la deja
rodar por el mostrador hasta el suelo frente a la mujer, brillante sobre el piso como debe
verse una nave espacial sobre un suelo extraterrestre nunca antes barrido. Todo
alrededor se detiene, ella guarda el dinero, el mesero sonríe con sus pocos dientes, y los
habitantes envueltos en moscas esperan este regalo del destino y del mesero. Inesperado
como un meteorito, ella se quita con suavidad una goma de mascar de su boca y la
arroja en acople perfecto sobre el centro de la moneda, pisa el adhesivo y el valor con su
zapato y se aleja hacia la calle. En el calor de la siesta solo se escucha el clack, clack de
la moneda hasta que por fin sube al coche y se retira. 
      Esta vuelta la pago yo dice el mesero, mientras una mosca grande y multicolor como
un satélite gira alrededor de un vaso.

Narrativa

Sharon Olds en una Bocanada de Soledad Galván

Ciclo BOCANADA – Palabras de boca en boca.
Poemas: «Acusación de oficiales de alto rango» y «Madre primeriza» en «La materia de este mundo» de Sharon Olds.
Narradora: Soledad Galván. IG: @mariagalvanova
Docente de literatura del ISFD Mariano Moreno y del Profesorado de Educación Primaria de la Escuela Normal. Escribe poesía y hace fotografía de manera amateur.
Recomienda: Contame.Lecturas recomendadas
Agradecemos a Ezequiel González por colaborar en la edición del video.

Acusación de oficiales de alto rango
En el zaguán arriba de del hueco de las escaleras
mi hermana y yo nos encontrábamos de noche,
ojos y pelo oscuro, los cuerpos
como gemelos en la oscuridad. No hablábamos
de los dos que nos habían llevado allí, como generales,
por sus propios motivos. Nos sentábamos compañeras
en la guerra fría, su cuerpo vivo la prueba de
mi cuerpo vivo, de espaldas al leve
cráter de obús de las escaleras, por donde
tendríamos que bajar, sin saber
más que loque habíamos aprendido allí,
así que ahora
cuando pienso en mi hermana, las suturas
y las marcas de las golpizas de su doctor esposo,
y las cicatrices de las operaciones, siento la
ira de un soldado parado sobre el cuerpo de
alguien a quien mandaron al frente de batalla
sin entrenamiento
ni arma.

Madre primeriza
Una semana después de que naciera nuestra hija,
me arrinconaste en la habitación de huéspedes
y nos hundimos en la cama.
Me besaste y me besaste, mi leche desató su
nudo corredizo y caliente a través de mis pezones,
empapó mi blusa. Toda la semana había olido a leche,
leche fresca, agria. Empecé a latir:
mi sexo había sido desgarrado como un trapo
por la corona de su cabeza, me habían cortado con un cuchillo
y cosido, los puntos tiraban de la piel-
y la primera vez que te rompen, no sabes
que vas a cicatrizar, mejor que antes.
Me acosté con miedo y sangre y leche
mientras me besabas y me besabas, tus labios calientes,
hinchados como los de un adolescente, tu sexo grande y seco,
todo tú tan tierno, te inclinaste sobre mí,
sobre el nido de puntadas, sobre
lo rajado y desgarrado, con la paciencia de alguien que
encuentra un animal herido en el bosque
y se queda con él, a su lado
hasta que vuelva a estar entero, hasta que pueda correr de nuevo.

Narrativa

«Mapa Espacial de la música, para gongong” por Maura Rodríguez

Narradora: Maura Rodríguez
IG: Dragón Cósmico / Canto al Agua Córdoba

«Mapa Espacial de la música, para gongong”
en el  libro «El cielo es de quien lo vuela» de Guillermo de Posfay.

La música es lo único que entra y sale por todas partes. Es el aroma más fuerte. Es como ir a un zoológico y abrir los candados de un montón de animales. La música no necesita otra cosa para ser sí misma. Ni siquiera necesita oídos. Hacer música es plantar flores que nadie verá. Vivir música requiere el mismo silencio que una estrella. La música no se apaga, no se paga, no se entiende. La música es inexplicable como el amor. Tu mamá cuando habla me afina la vida.

El mapa de la música no tiene límites, ni ciudades, ni accidentes. Salvo, que al bombista se le escape un palo. Y le pegue al cantante. Tu risa es musical. Es la melodía de un sol que hace lo que quiere. Brilla como una burbuja en la lengua de una almeja con fiebre en el futuro siguiente. Podés cantar sin saber las letras. Podés amar sin saber que estás haciendo. Tu mamá me mira y a mi se me vuelan las notas. Vos me mirás y yo amo a cantaros. 

La música llueve para todos igual. La música es como barrer globos, es el fuego la ceniza. El dolor y la locura. La música sabe sin convencer. Todos los ríos cantan. Todas las montañas saben bailar. 

La música es todo todo semitodo

Todo

Todo

Todo semitodo.

A mi me lloran las guitarras, los pianos. Las trompetas. No puedo tocar ningún instrumento sin que llore. Vos que venís de donde yo más amé, traés la clave de la alegría. Sin sombras. El compás de la luna, la canción transparente. 

Debo aclararte que la música no se puede describir y por lo tanto esto es sólo una aproximación a la teoría, un cielo con rayos danzantes. 

Narrativa

«Opacidad» de Eugenia Almeida por Paula Fossati


Capítulo «Opacidad» en «Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos» de Eugenia Almeida
Narradora: Paula Fossati
IG: @pau.fossati

Esas voces que se arrastran, que llegan como una piedra, esas que saltan, de noche, cuando uno se despeja, pierde el paso, se descuida, se deja.

Voces que vienen como un lenguaje privado, como si habitaran otras bocas, como si por todas las bocas vinieran a hablar las mismas voces.

Como si más allá de nuestros huesos, lo que somos, esa memoria, finalmente, se desmintiera. 

¿Cómo estamos enlazados? ¿Es posible sentirse separado de algo?

Como si hubiera algo de unidad en esta fragilidad que somos, como si hubiera algo que pudiera ser, en sí. 

Ahora llega hasta acá una frase escrita hace más de veinte años:  “Apaguen los reflectores, estamos solos en la tierra”.

Toda la inocultable verdad del lenguaje. Solos.

¿Cómo se conjuga “solo” en plural? ¿No hay ahí algo extraordinario?

Cuando un fantasma habla, habla por cualquier boca. No hay forma de no oírlo. 

Necesito hacer una lista de palabras perfectas. Hoy anoto dos: “trueno” y “desgracia”.

Pienso. Esa urgencia de decir.

¿Pero decir qué? ¿Cuál de todas las cosas que ya dije? ¿Es el arrebato solo de poder decir, mas allá de lo que es dicho?

Esa urgencia de decir que a veces se vuelve insoportable ¿no es posible que venga justamente de algo que yo he construido?

He elegido callar.

¿Hay un mapa más imposible para la conversación que ese?

Un camino probable es, finalmente, no solo dejar de hablar –como ya he hecho– sino, también, dejar de oír.

Hay este descubrimiento.

¿Cómo se usa el lenguaje cuando se deben nombra estas cosas?

Hay mundo.

Hay gente.

Hay este descubrimiento. Lo que uno construye para sí y para los otros. ¿Es tan sencillo?

Pero entonces ¿todas esas lluvias?

Pero entonces ¿esa sensación de lo inevitable?

¿Todo es –otra vez– un juego del lenguaje? 

Pero ¿y los cuerpos? 

Pero hay cosas que pasan. Suceden.

Cosas que no resisten interpretación.

¿Hay un significado básico de las cosas?

¿Una especie de fondo irreductible?

¿Hay eso o no hay eso?

Aferrarse al lenguaje.

No ceder esa herramienta.

No importa qué, pero afuera, dominio de la herramienta.

Los locos pierden la sintaxis. No. Exactamente al revés. Quien pierde la sintaxis es catalogado como loco. Y, rápidamente, rápidamente, pasa eso. 

A esos no les importa la semántica. Van a pasarse la vida colocando significado, diciendo y desdiciendo. Mintiendo. Alejando la cosa del nombre. Cambiando las reglas. Perforando toda significación. Eso no les importa. Lo que les importa es sólo la sintaxis. Perseguir a quien pierde la sintaxis. No importa el horror sino la correcta expresión del vacío de sentido.

Entonces, cuidado, me digo. No perder la sintaxis que atraviesa el mundo. Café. Ducha. Trabajo. Noticias. Lectura. No perder la sintaxis. El pasaporte para que nos dejen en paz.

De todas las palabras que podrían ser dichas, las que finalmente llegan a la boca son las que –por su inoperancia– saben sortear los caminos de la prohibición. Llegan protegidas por su aparente utilidad. Y lo que dicen es que es posible decir. Nada que se relacione con su significado.

Porque, finalmente, ¿qué es un significado? El primer acto de fe de un territorio en común, tan fugaz como un rayo. Igual de poderoso. Igual de aterrador para los seres que desconocen el cielo.

Todo es puro acto de fe, salto de fe, ese moverse de cosas que suceden por lo bajo y que no podemos nombrar.

No hay conocimiento posible más que la zozobra de la propia percepción.

El efecto de las cosas y de los otros sobre nuestro cuerpo es lo único que nos es dado conocer. 

¿Tomar eso como un saber? ¿Sacarlo del campo singular de lo propio? ¿Decir de eso algo que pueda traducirse como una descripción de la esencia de las cosas?

No hay más allá más que ese puro acto de fe, ese inclinarse ante la posibilidad del encuentro con el otro; incluso salir a buscar ese encuentro. Y después el mundo mastica ese saber, ese conocimiento. Como si describiera algo de lo real, lo incognoscible, lo inabarcable. 

No hay más que fe,

¿En qué soledad nos deja la fe?

Una soledad revelada justamente porque admite la existencia del otro y, a la vez, la imposibilidad de conocerlo, de llegar a él. 

Esa esperanza del choque de dos fes que se cruzan. Esa iluminación. Reconocerla. Agradecerla.  

Es lo único que hay.

Lo que se reserva del lenguaje es un ejercicio de supervivencia. Conservar la convicción del gesto por el gesto ¿confiar en eso? No. Solo en el gesto.

No hay soledad más soledad que esta. La caída de la construcción, el esqueleto de lo que hay. 

Pero ahí también está su contrario, su gesto compensatorio. Confiar en eso cuando el otro suelta su voz. ¿Qué dice esa vos? ¿Lo que no somos?

Deícticos: indicadores de territorialización. Definitivamente. Describir las acciones: adverbios. Describir los objetos: adjetivos. ¿Qué maquinaria de ilusión nos permite acercarnos y alejarnos de ese punto indeterminado pero inconfundible? 

Amar. Se puede buscar ahí, en ese signo, lo que desborda de otros. Todo lo que podría ser, la potencia a desarrollar, la inminencia, lo que está latiendo. Lo que podría nombrarnos es algo que no se nombra. Todo eso cabe en el silencio y en la zozobra de no saber qué es lo que habita en el silencio del otro. Pero. Reconocer que tampoco sabemos que hay en las palabras del otro.

Miedo. Paso adelante, paso atrás. Lo que puede o no puede nombrarse. 

Narrativa

«La luz es como el agua» de García Márquez, por Rocío Bragaioli

Cuento: «La luz es como el agua» de Gabriel García Márquez
Narradora: Rocio Bragaioli
Creadora de «Relatar-nos», un espacio virtual que surgió en tiempos de pandemia para disfrutar de la literatura en un momento crítico.
IG: ro_bragaioli
Canal de Youtube: Rocío Bragaioli

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.


Narrativa

«Pajarito» de Claudia Ulloa Donoso, por Cori Demarchi Villalón

Cuento «Pajarito» de Claudia Ulloa Donoso
Narradora: Corina Demarchi Villalón.
IG: @corideve
Co creadora de «Las Tertulias de la Casita» (saudades).
Integrante de @warmisimigrantes

Kokorito es un gato de pelo negrísimo, huraño y de siete kilos de peso. Cada cierto tiempo trae a la casa, en su hocico respingado, pájaros en agonía o ya muertos. Dicen que los gatos traen animales muertos a las casas de sus dueños como una forma de regalo o de trofeo. Quién sabe. Kokorito nunca se come los pájaros: los tortura, juega con ellos como si jugara con su pelota de lana y al final los deja siempre en mi cama, lugar desde donde últimamente suelo hacer todo, hasta comer.

Kokorito, con sus siete vidas en América y nueve en la península escandinava, me regala la muerte, pero yo ya le he visto la cara varias veces y me basta por ahora.

Sin embargo, a veces creo que mi gato insiste en que debería ver aún más de cerca a la muerte para que no me pese tanto.

Él lo sabe, porque, como ya lo dije, tiene por lo menos siete vidas y ya debe de haber perdido algunas cuando pasó veinte días desaparecido en el invierno polar y un día regresó, abrió la ventana con su pata derecha, como acostumbra hacerlo, bebió un poco de agua y durmió casi por dos días en mi cama; luego se levantó, maulló y empezó una nueva vida.

Intuyo también que Kokorito intenta darme un regalo único y extraordinario, pretendiendo que contemple las agonías de esos animales tan pequeños y frágiles y que todo sea un gerundio de latidos, respiraciones, movimientos que se vuelven de pronto pretéritos indefinidos para siempre. Quizá se empeña en que entienda y aprecie (en todo el sentido de la palabra) que ese preciso segundo en que la vida desaparece es único en todo ser vivo y no puede repetirse más.

Cuando encuentro a estos animalitos muertos, que generalmente son pájaros, lo que suelo hacer es buscar un kleenex o una servilleta de papel, y escojo cuidadosamente el color, como si les escogiera la mortaja, para luego enterrarlos o esconderlos entre las hojas secas y los abedules. Cuando están en agonía, los envuelvo en papel de cocina ligeramente húmedo y les dejo la cabeza al descubierto para que respiren. Los caliento entre mis manos, les limpio la sangre, les acaricio la cabeza y trato de abrirles el pico.

La línea 2 que parte desde Øvre Hunstadmoen es la única que me lleva al centro de Bodø y pasa exactamente cada veintisiete minutos a partir de las seis de la mañana. Siempre me sucede que llego muy temprano a las citas; si tomara más tarde o perdiera ese autobús, siempre llegaría tarde.

Hoy, antes de salir hacia el paradero de Øvre Hunstadmoen con los minutos justos para llegar al centro puntualmente, he visto un pajarito moribundo escondido en un rincón del pasillo, cerca del lugar donde dejo mis bolsos y chaquetas cuando llego a casa. No puedo dejarlo allí muriendo e irme, tampoco puedo perder el bus. Voy a la cocina, humedezco con agua tibia el papel toalla, lo recojo y me lo guardo en el bolsillo derecho del abrigo. Salgo de casa corriendo.

Al abordar el bus, el chofer observa que solo uso la mano izquierda con mucha dificultad para abrir mi bolso, sacar mi monedero y pagar el pasaje. Observa mi torpeza para maniobrar con una sola mano y repara en que mantengo la otra en el bolsillo de mi abrigo. Sabrá ahora que algo me traigo entre manos, escondido en el bolsillo derecho: una navaja, un teléfono, mi puño congelado o quién sabe; quizá sepa que llevo un pajarito agonizando o ya muerto.

Los noruegos suelen quitarse el abrigo inmediatamente después de ingresar a un lugar cerrado, pues todos tienen calefacción. Si es un lugar familiar, además del abrigo también se quitan los zapatos. Hay perchas empachadas de abrigos y chaquetas como hombres inmensos, con guantes y gorros; otras están fijas en la pared en una línea, una fila de hombres y mujeres colgados, desollados, muertos como las reses aún enteras y despellejadas del matadero.

En una entrevista de trabajo para obtener el puesto de asesora de proyectos del Departamento de Cultura, es mala señal no quitarse el abrigo al entrar a la oficina y saludar al entrevistador, pues eso demuestra que no eres una persona abierta, que llevas una coraza y que por debajo de ella habrá varias capas que el entrevistador no podrá ver, pero quizás sí podrá imaginar. Si no te quitas el abrigo, el entrevistador imaginaría todas las capas de tu personalidad hasta llegar al color del sostén que llevas puesto y no necesariamente imaginará las cualidades y el sostén adecuado para obtener el cargo. Con esa coraza te presentas como un armadillo, una tortuga o un puercoespín que no se comunica, que esconde la cabeza y muestra las púas, que va lento y todo esto no sirve para este caso; pero yo le sonrío, eso ayuda según los consejos para lograr una buena impresión en una entrevista de trabajo. Sonrío, pero sin exagerar, o parecería nerviosa. Mi dentadura es blanca y mí sonrisa ganó una vez un concurso que organizó mi dentista. Me premiaron con veinte cubos de pasta dental y tabletas de flúor.

El entrevistador me sonríe también y ahora soy consciente de que tengo que usar otras partes de mi cuerpo para darle una buena impresión, pero sigo con la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y ha llegado el momento de estrecharnos las manos.

Aquí puedo hacer dos cosas. Si le estrechase la mano al entrevistador con la izquierda, y sin sacar la derecha del abrigo, pensaría que soy extraña y que escondo algo. Puede también que anote que soy arrogante, pues espero que el otro use la mano izquierda para devolver el saludo, y el estrecharse las manos es un gesto universal que se hace con la mano derecha. Lo otro que podría hacer sería sacar la derecha del bolsillo con mucho cuidado y ofrecerle mi mano tibia y húmeda, con gérmenes de un pájaro que quizá ya esté muerto, arriesgándome a dejar en su mano restos muy finos pero visibles de plumas amarillas, y eso no sé cómo podría ser anotado en mi perfil como aspirante al puesto. Al final, decido darle la mano derecha con un firme apretón y eso parece darme un punto a favor, aunque le haya dejado la mano húmeda, con bacterias y babas de mi gato, con pelusas de papel de cocina, pelillos y quizá sangre de pájaro.

El entrevistador habla mientras fija la vista en mi currículum que está deshojado sobre el escritorio. Quizá no le importe que lleve puesto el abrigo porque tiene un tic, o no sé, pero abre bien los ojos y levanta las cejas mientras me habla y seguramente puede verme en capas y saber con certeza el color de mi sostén.

Para que no me dé la mirada que me dio el chofer en la mañana por esconder solo una mano en el bolsillo, escondo las dos. Va a pensar que soy tímida y que estoy asustada, pero sus gestos no cambian, sigue hablando y abriendo los ojos y levantando las cejas como si estuviera observándolo todo con sorpresa y a la vez con indiferencia.

–Hoy hace mucho frío –le digo.

Es verdad. Mi comentario es sincero y no es desatinado, pues lo suelto cuando hacemos una pausa y él me ofrece un café.

Cuando vuelve con el café, espero que él dé el primer sorbo. Hace ruido al tragar y luego toma aire. Intuyo que se ha quemado el velo del paladar porque ya no abre tanto los ojos.

–Veo que es usted una persona cualificada y parece estar lista para asumir la responsabilidad de este puesto. Confío en que estando en el cargo manejaría los proyectos con cuidado y de una manera distinta. Buscamos una persona que sea cautelosa y consciente de que el presupuesto asignado para los proyectos culturales ha sido reducido este año.

Con esto que me acaba de decir asumo que el puesto es mío. Me emociono y aprieto los puños dentro de los bolsillos. Uso la mano derecha para tomar el café y seguir el ritual de un-sorbo-tú­-un-sorbo-yo.

Mi mano se calienta al contacto con la taza y vuelve así a la incubadora de pájaros, y es entonces cuando siento que algo se mueve: el pájaro ha revivido y probablemente quiera salir volando en el preciso instante en que el resultado de la entrevista se muestra muy a mi favor.

–Solo me queda una pregunta –dice el funcionario–, ¿por qué cree usted que deberíamos contratarla?

–Porque soy buena para cargar otras vidas conmigo.

–¿Qué quiere decir?

–Bueno, en lo cultural, fíjese: si se me encomendara organizar la Semana Filarmónica, tendría que cargar con los clásicos que están muertos pero que a la vez están vivos. Chopin, por ejemplo, está vivo y usted lo sabe; luego llega alguien como Argerich, y Chopin, que estaba muerto, revive y vuela por el auditorio. Además, para trabajar en estos proyectos hay que cargar con la vida de cada uno de los integrantes de la orquesta, los coros, los dirigentes… Todos tienen una vida que cargan además de sus instrumentos.

–Entiendo. ¿Y me podría explicar cómo fue que cargó vidas en el plano laboral durante su último trabajo?

Y lo que sucede ahora es que ya no puedo explicarle más cosas porque siento en el tacto unos aleteos firmes que casi me abren la mano. Así que saco al pajarito de mi bolsillo, lo desenvuelvo del papel y lo pongo sobre mi currículum esparcido en el escritorio. El pajarillo está herido. El papel en el que estuvo envuelto tiene una mancha de sanguaza, pero está vivo.

Camina sobre mi currículum, sobre los idiomas que domino, de pronto se caga en mi experiencia laboral y me va reconociendo. Se posa sobre mis datos personales y se queda quieto. Lo cojo con cuidado y reviso sus alas, las extiendo una por una; son muy frágiles, pero están intactas.

–Es un kjøtmeis de pecho amarillo. ¿Ve? Lo saqué de la casa moribundo justo antes de venir aquí y he pasado la entrevista pensando en este puesto tan importante en mi vida laboral, en los clásicos muertos que tendré que cargar, en los vivos a quienes tendré que acoger y organizar, pero también he pensado en la vida del pajarillo. Con esto quiero decirle que otra de mis cualidades para el puesto es mantener la calma y saber trabajar bajo presión.

El pajarillo se reconoce vivo. Da saltos sobre el escritorio y vuela. Vuela por las oficinas de la administración comunal, se estrella contra las pantallas de las computadoras, se caga en los presupuestos que salen de la impresora, se posa en lo alto de los archivadores y parece que divisa a todo el Departamento de Administración Comunal con la postura altiva que solo tendría un sobreviviente de colores. Espera unos segundos y vuelve a alzar vuelo. Todos los burócratas lo miran desde sus cubículos, girando sus sillas ergonómicas, pero nadie se pone de pie. La mayoría de ellos se quedan quietos y siguen el vuelo del pájaro admirados y con una ligera sonrisa, pero también hay varios fastidiados que vuelven los ojos a las pantallas de las computadoras y se protegen la cabeza y la cara con hojas de papel bond a4.

El entrevistador y yo entendemos que es el momento de abrir las ventanas de par en par.

El pajarillo siente el aire helado de febrero que entra en las oficinas y así encuentra el camino a la libertad. Desde la fotocopiadora, levanta vuelo y sale como una ráfaga por una de las ventanas. El local se ha enfriado, todo vuelve a ser como antes y yo también vuelvo a la oficina, a terminar el café y a cerrar la entrevista.

El entrevistador se despide, esta vez sin estrecharme la mano. Esto no debería significar nada, pues es típico de los noruegos evitar el contacto físico al saludarse o despedirse. Vuelve a su gesto de abrir los ojos y levantar las cejas. Dice que me llamará y yo le creo. Le sonrío.Mientras camino de vuelta a casa, veo muchos pájaros de distintos tipos, pero busco a aquel que me acompañó en la entrevista. Le quisiera dar las gracias. A veces conviene andar llevando animales moribundos consigo, mantener las manos en los bolsillos y nunca quitarse el abrigo.

Narrativa

Lady Lázaro por Lu Pederzoli

Ciclo BOCANADA – Palabras de boca en boca.
Poema «Lady Lázaro» de Sylvia Plath.
Narradora: Luciana Pederzoli.
IG: @lupederzoli
linktree: @lupederzoli

Lo hice otra vez, un año cada diez me las ingenio: soy una especie de milagro que se levanta y anda, mi piel resplandeciente igual que la pantalla de una lámpara nazi, mi pie derecho un pisapapeles, mi cara una finísima mortaja judía sin facciones. Capa a capa arrancá esta servilleta, oh enemigo mío. ¿Te dio un escalofrío? ¿La nariz, las dos cuencas de los ojos, la intacta dentadura? El aliento a sepultura se va a ir en un día. Y enseguida, la carne que el hueco de la tumba se tragó va a volver a ser yo, y yo, de nuevo, una mujer sonriente. Tengo sólo treinta años, e igual que el gato, tengo siete muertes. Ahora es la tercera. Qué basura que cada década hay que anilquilar, qué millón de filamentos. La gente, que mastica sus maníes, se agolpa para ver cómo me van sacando las vendas de las manos y los pies: el gran strip tease. Damas y caballeros acá tienen mis manos mis rodillas. Por más que ahora sea piel y huesos sigo siendo la misma, idéntica mujer. La primera vez que me pasó fue a los diez. Fue un accidente. En cambio, la segunda intenté expresamente no volver. Me cerré igual que un caracol. Tuvieron que llamarme sin parar, sacarme los gusanos como perlas adhesivas. Morirse igual que todo lo demás es un arte. Y en eso, mi talento no tiene parangón. Tanto, que pareciera que es una maldición. Tanto, que no parece una actuación. Hasta podría decirse que tengo vocación. Es fácil: se lo puede hacer en reclusión. Es fácil, y después te quedás bien quietita. Es el regreso teatral a plena luz del día a ese mismo lugar, la misma cara, el mismo grito brutal y divertido: “¡Es un milagro!” que me deja atónita. Hay que pagar para ver mis cicatrices, hay que pagar para oírme el corazón: sí, late de verdad. Y hay que pagar, y hay que pagar bien caro una palabra, un roce, o un poquito de sangre, un mechón de mi pelo, un jirón de mi ropa. A ver, a ver, Herr Doktor. A ver, Herr Enemigo. Soy tu obra, tu objeto de valor, la bebé de oro puro que se funde entre aullidos. Me doy vuelta en el fuego. No olvido su inquietud: créame, se lo ruego. Ceniza y más ceniza, que usted atiza y revuelve. De carne o hueso ahí no queda nada: un jabón, una alianza, un diente de oro. Herr Dios, Herr Lúcifer Cuidado Cuidado. Me alzo de las cenizas con mi pelo encendido y me como a los hombres de un soplido.

Narrativa

Una inconfundible carcajada – Mónica López

Ciclo BOCANADA – Palabras de boca en boca.
Cuento «Una inconfundible carcajada» de Mónica López
Narradora: Mónica López.
IG: @estrategiaseducativas.mdp
FB: Estrategias.Educativas.MDP
Co – autora de «Secretos de sal» (junto a Andrea Chulak) y «El niño ombligo».
Contacto: talleres.estrategias@gmail.com

UNA INCONFUNDIBLE CARCAJADA 
Mónica E. López 

-Y entonces vi a la vecina de enfrente, que con una inconfundible carcajada de bruja y con una víbora agarrada del cogote se asomaba a la ventana  y se reía mirando a la luna.

– ¿Y con una mano sola le alcanzaba para agarrarle el cuello o usaba las dos?

– ¿Qué tiene que ver eso, Pitu? Te digo que tenemos una vecina bruja, estoy seguro, la vi.

– Bueno, era para calcular la medida de la boa constrictora.

-No sabemos si es una boa todavía. Pero tengo un plan para ver quién es esa nueva vecina horrible y sospechosa. Tenemos que desenmascararla y estuve pensando que…

La tardecita caía sobre el barrio. Las charlas ya suponían la interrupción,  el llamado siempre inoportuno de alguien de la familia:

– Chinoooo, a casa- llamó la hermana mayor y el Chino se levantó contrariado, aunque tuvo tiempo para una despedida:

– Pitu, mañana salí temprano. Averiguá más. Chau.

Y corrió despatarrado hacia su casa.

A la tarde siguiente, a las cuatro y media estaban los dos amigos en el banco de piedra de la casa de al lado. No había sido fácil, hubo que levantar la mesa primero, hacer los deberes después y varias cosas más para lograr el permiso.

-Dice mi mamá que las brujas…

-Pitu, te dije que averigües pero que sea secreto, ¿qué le dijiste a tu mamá?

-Nada, no le dije nada importante, pero me contó que hay tres cosas que no pueden faltar en la casa de una bruja: un gato negro, un sombrero y un caldero.

-¿Un caldero?- pensó en voz alta el Chino- ¿Una olla?

– No, caldero de tres patas. Ah y la escoba puede no estar. Tendríamos que investigar qué hay en la casa.

-¿Hasta qué hora te dieron permiso? ¿Eh?

Y partieron. El día de invierno guardaba a los vecinos en sus cocinas o en sus rincones más tibios.

Entraron por el costado, se metieron entre las plantas y en un segundo ya estaban en el desolado patio de la bruja. Hojas amarillas, marrones, una silla rota. Eso era todo.

Al lado de un piletón, junto a la puerta de la cocina, descansaba una escoba. Se miraron.

No había nadie.

El Chino no pudo abrir la puerta cerrada con llave. Entonces, se colaron por una ventana con dos vidrios rotos, pasaron justito. En la cocina, ollas sin tres patas, platos y un olor muy muy raro.

-No toques nada- dijo Pitu- despacio, miremos si está la boa antes de seguir.

De puntas de pie entraron a la sala. No se escuchaba ni un ruidito. Un sillón que había sido rojo, reflexionaba deshilachado. En un perchero colgaban tres sombreros.

Subieron la escalera quejumbrosa. Cuando faltaban unos pocos escalones, una puerta se abrió y un gato gris oscuro salió volando a puro maullido. ¿Quién lo había revoleado así?

El Chino trastabilló sorprendido y se agarró de la baranda justo a tiempo.

-Vamos Chino- dijo Pitu mientras ayudaba a su amigo- Nos vamos.

Pero en el momento en que  Pitu estaba escapando por el vidrio roto de la ventana por el que habían entrado, un resplandor hizo desaparecer la puerta de la cocina y en medio de una humareda con olor a azufre,  vieron espantados a una vieja con sombrero y sin dientes que les dijo riendo:

-Los iba a perdonar tontos, chismosos y entrometidos, pero no pude.

-Señora, estábamos buscando a nuestra gata- dijo Pitu.

-Y ya verán lo que les pasa- dijo mientras lanzaba una carcajada de hielo y vinagre.

-En serio buscábamos a nuestra gata Hermione- insistió.

Y entonces la bruja al escuchar ese nombre se dobló en dos herida,  se retorció como si la hubiesen envenenado y se cayó al piso mientras decía:

-No me nombres a esa farsante. ¿Qué han hecho? ¿Qué me han hecho?

El Chino creyó que era el momento de esfumarse. Salieron como flechas, corrieron como liebres, se refugiaron como murciélagos del sol. Hasta que después de unos segundos, a salvo y con la respiración aún enloquecida, detuvieron su carrera en el altillo de la casa del Chino.

-¿Quién es Hermione, Pitu?

-No sé, mi mamá me dijo que las brujas no la quieren a Hermione. Y me acordé.

No era tarde, pero había un silencio extraño. Los amigos se quedaron callados. Entonces, una voz rara, se abrió paso desde lejos y con un chillido inconfundible dijo tal vez a ellos solos, tal vez a todos:

-Cada uno es lo que es y aunque pierda una vez no olviden nunca que una bruja ¡es y será por siempre una bruja!

Narrativa

Virginia Pedraza Ezcurra, en Bocanada

“Nadie vive tan cerca de nadie”
Tamara Tenenbaum

Cuando empezaste a actuar todos querían verte. Todos tus amigos, querés decir, y tus padres, y tu hermano, tus primos. Ahora sabés que la gente que te pide que le reserves entradas va a terminar faltando. A veces ni siquiera las reservás. ¿Y si vienen, finalmente, y no tienen entradas? Y no sé. Pensarán que sos una actriz famosa, una diva que agota teatros. Todo vendido. A sala llena. Los cuarenta asientos, todos ocupados por los amigos de las otras actrices. Las que son más jóvenes que vos.

Odio el espejo antes de la función. El maquillaje se ve horrible tan de cerca, se notan los bordes. La piel se vuelve más receptiva con los años. Antes, con el calor de las luces del escenario, el maquillaje se me mezclaba con la transpiración y se me resbalaba. Ahora lo que sucede es que se me deposita en las arruguitas de la piel, en las líneas de expresión. Me quedan líneas más oscuras, dibujadas, y el resto de la cara blanca. Es como si me hubieran sacado la capa impermeable, como si se me hubiera caído.

Me ato el delantal y me acomodo la redecilla en la cabeza. Soy una moza. La obra está basada en un cuento de Cheever, creo, o en varios. La leyenda del programa dice «basado en el universo de John Cheever», una ambigüedad que utilizan para evitar pagar derechos de autor. Pero en realidad está situada en la provincia de Buenos Aires, así que, honestamente, no estoy muy segura de qué es lo que tomaron. De Cheever, digo.

Salgo al escenario y recorro la sala con una mirada rápida. No, estoy casi segura de que no conozco a nadie. Igual no se ve bien. Mi monólogo empieza con la luz apagada.

La noche del casamiento de mi hermana: octubre del ‘81. Esa noche salí, cinco o seis días después llegué. Así que ya son casi veinticinco años años que vivo acá, ahora que te lo digo me doy cuenta. La tarde había sido de terror. Mi mamá estaba insoportable y mi hermana no paraba de llorar. Esto va a parecer una boda de segundas nupcias, decía mi mamá, llena de viejos secos. Veintinueve años tenía mi hermana. Yo tenía dieciséis así que me parecía que mamá tenía razón. Todos viejos de treinta. En esa época no había celulares, para vos que sos tan joven va a sonar rarísimo (maternal y seductora, una media sonrisa), pero nos dejábamos muchos mensajitos en papel, ¿entendés? Cosas anotadas. Cartelitos en las heladeras, al lado del teléfono. Tenías que pensar en lugares por los que la otra persona tuviera que pasar sí o sí. Mamá siempre me los dejaba en el cajón de las bombachas, eso me volvía loca. Y, pero así sé que los vas a ver, no te vas a ir a dormir sin cambiarte la bombacha, me decía. A Josefina no se lo hacía porque ella tenía novio, claro. Su cajón de las bombachas sí era privado. Andrés me los dejaba con el equipo de mate. Ni los firmaba: yo ya sabía que si estaban ahí eran de él, y además ya le conocía la letra. Al principio en realidad me los daba en la mano; encontraba un momento, en los almuerzos de los domingos, en alguna cena familiar en la semana, o en algún ratito que pasaba por casa a traerle algo a Josefina. Una vez le quise dejar uno a él y se enojó. Yo tenía prohibido escribirle: solo podía seguir las instrucciones de los textos de él. Así era nuestro juego. A eso de las siete entonces me fui a hacer un mate. Mi mamá y Josefina ya habían salido a buscar al cura, y vi un mensajito de Andrés. Se ve que me lo había dejado la tarde del día anterior, antes de que lo pasaran a buscar los amigos para la despedida de soltero. Nos encontramos en el baño del salón, justo después de la ceremonia. Me quiero coger a las dos putitas Peralta la misma noche. Ni se te ocurra faltar, pendeja. Deseame suerte.

Yo me quería quedar al casamiento de Josefina, de verdad. Había pensado irme al día siguiente, exactamente al día siguiente, lo tenía todo armado. Todo menos un pequeño detalle: que para la fecha del casamiento ya iba a tener panza, y que con el vestido que me había mandado a hacer no iba a haber forma de disimularla. Me di cuenta ese mismo día, a esa hora, a las siete, cuando me lo puse. Y ahí tuve que recalcular. A las ocho, a la hora de la ceremonia, yo ya estaba en la ruta. Le volví a escribir a mi mamá, ¿eh? Y a mi familia, varias veces en estos años. Me escriben a veces ellos, y me llaman, pero nunca vienen. Hace poco le pregunté a mi mamá por qué nunca venían a verme, ni Josefina, ni Andrés, ni mi papá, ni ella. Si no quieren conocer a Teo, ver dónde vivo, eso: por qué no vienen. No es tan raro, bebé. Nadie vive tan cerca. Supongo que tiene razón. Nadie vive tan cerca. Nadie vive tan cerca de nadie.