Narrativa

«Opacidad» de Eugenia Almeida por Paula Fossati


Capítulo «Opacidad» en «Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos» de Eugenia Almeida
Narradora: Paula Fossati
IG: @pau.fossati

Esas voces que se arrastran, que llegan como una piedra, esas que saltan, de noche, cuando uno se despeja, pierde el paso, se descuida, se deja.

Voces que vienen como un lenguaje privado, como si habitaran otras bocas, como si por todas las bocas vinieran a hablar las mismas voces.

Como si más allá de nuestros huesos, lo que somos, esa memoria, finalmente, se desmintiera. 

¿Cómo estamos enlazados? ¿Es posible sentirse separado de algo?

Como si hubiera algo de unidad en esta fragilidad que somos, como si hubiera algo que pudiera ser, en sí. 

Ahora llega hasta acá una frase escrita hace más de veinte años:  “Apaguen los reflectores, estamos solos en la tierra”.

Toda la inocultable verdad del lenguaje. Solos.

¿Cómo se conjuga “solo” en plural? ¿No hay ahí algo extraordinario?

Cuando un fantasma habla, habla por cualquier boca. No hay forma de no oírlo. 

Necesito hacer una lista de palabras perfectas. Hoy anoto dos: “trueno” y “desgracia”.

Pienso. Esa urgencia de decir.

¿Pero decir qué? ¿Cuál de todas las cosas que ya dije? ¿Es el arrebato solo de poder decir, mas allá de lo que es dicho?

Esa urgencia de decir que a veces se vuelve insoportable ¿no es posible que venga justamente de algo que yo he construido?

He elegido callar.

¿Hay un mapa más imposible para la conversación que ese?

Un camino probable es, finalmente, no solo dejar de hablar –como ya he hecho– sino, también, dejar de oír.

Hay este descubrimiento.

¿Cómo se usa el lenguaje cuando se deben nombra estas cosas?

Hay mundo.

Hay gente.

Hay este descubrimiento. Lo que uno construye para sí y para los otros. ¿Es tan sencillo?

Pero entonces ¿todas esas lluvias?

Pero entonces ¿esa sensación de lo inevitable?

¿Todo es –otra vez– un juego del lenguaje? 

Pero ¿y los cuerpos? 

Pero hay cosas que pasan. Suceden.

Cosas que no resisten interpretación.

¿Hay un significado básico de las cosas?

¿Una especie de fondo irreductible?

¿Hay eso o no hay eso?

Aferrarse al lenguaje.

No ceder esa herramienta.

No importa qué, pero afuera, dominio de la herramienta.

Los locos pierden la sintaxis. No. Exactamente al revés. Quien pierde la sintaxis es catalogado como loco. Y, rápidamente, rápidamente, pasa eso. 

A esos no les importa la semántica. Van a pasarse la vida colocando significado, diciendo y desdiciendo. Mintiendo. Alejando la cosa del nombre. Cambiando las reglas. Perforando toda significación. Eso no les importa. Lo que les importa es sólo la sintaxis. Perseguir a quien pierde la sintaxis. No importa el horror sino la correcta expresión del vacío de sentido.

Entonces, cuidado, me digo. No perder la sintaxis que atraviesa el mundo. Café. Ducha. Trabajo. Noticias. Lectura. No perder la sintaxis. El pasaporte para que nos dejen en paz.

De todas las palabras que podrían ser dichas, las que finalmente llegan a la boca son las que –por su inoperancia– saben sortear los caminos de la prohibición. Llegan protegidas por su aparente utilidad. Y lo que dicen es que es posible decir. Nada que se relacione con su significado.

Porque, finalmente, ¿qué es un significado? El primer acto de fe de un territorio en común, tan fugaz como un rayo. Igual de poderoso. Igual de aterrador para los seres que desconocen el cielo.

Todo es puro acto de fe, salto de fe, ese moverse de cosas que suceden por lo bajo y que no podemos nombrar.

No hay conocimiento posible más que la zozobra de la propia percepción.

El efecto de las cosas y de los otros sobre nuestro cuerpo es lo único que nos es dado conocer. 

¿Tomar eso como un saber? ¿Sacarlo del campo singular de lo propio? ¿Decir de eso algo que pueda traducirse como una descripción de la esencia de las cosas?

No hay más allá más que ese puro acto de fe, ese inclinarse ante la posibilidad del encuentro con el otro; incluso salir a buscar ese encuentro. Y después el mundo mastica ese saber, ese conocimiento. Como si describiera algo de lo real, lo incognoscible, lo inabarcable. 

No hay más que fe,

¿En qué soledad nos deja la fe?

Una soledad revelada justamente porque admite la existencia del otro y, a la vez, la imposibilidad de conocerlo, de llegar a él. 

Esa esperanza del choque de dos fes que se cruzan. Esa iluminación. Reconocerla. Agradecerla.  

Es lo único que hay.

Lo que se reserva del lenguaje es un ejercicio de supervivencia. Conservar la convicción del gesto por el gesto ¿confiar en eso? No. Solo en el gesto.

No hay soledad más soledad que esta. La caída de la construcción, el esqueleto de lo que hay. 

Pero ahí también está su contrario, su gesto compensatorio. Confiar en eso cuando el otro suelta su voz. ¿Qué dice esa vos? ¿Lo que no somos?

Deícticos: indicadores de territorialización. Definitivamente. Describir las acciones: adverbios. Describir los objetos: adjetivos. ¿Qué maquinaria de ilusión nos permite acercarnos y alejarnos de ese punto indeterminado pero inconfundible? 

Amar. Se puede buscar ahí, en ese signo, lo que desborda de otros. Todo lo que podría ser, la potencia a desarrollar, la inminencia, lo que está latiendo. Lo que podría nombrarnos es algo que no se nombra. Todo eso cabe en el silencio y en la zozobra de no saber qué es lo que habita en el silencio del otro. Pero. Reconocer que tampoco sabemos que hay en las palabras del otro.

Miedo. Paso adelante, paso atrás. Lo que puede o no puede nombrarse. 

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